AFANTASÍA
RENATA DI PAOLO
AGOSTO 2023
El aire de otoño refresca las calles perfumadas de medialunas recién hechas y el suave aliento de los caños de escape en reparación. La tapa de la instalación de gas de una casa le sonríe desde el zaguán, con sus ojos rasgados y una boca recta de comisuras arqueadas. Un cúmulo de hierros enroscados en un pedazo de escombro posa de forma sugerente, mostrando sus curvas, y ella se pierde por un segundo en ese gesto seductor cuando, desde lejos, un destello rosado la pone en estado de alerta: lo que sea que la está convocando está a punto de ser atropellado por una bicicleta de delivery. Se aproxima con un par de zancadas largas y la bici tiene que esquivarla, y junto con ella, esquiva el lazo rosa desarmado que supo ser un moño para regalo y ahora descansa sobre la baldosa fría y gris. Renata le saca una foto, congela el momento, sabiendo que la existencia del pequeño se enfrenta a un final inminente. El relato suena a una versión adaptada de Blancanieves en la avenida Warnes, pero está muy lejos de ser un cuento de hadas.
Renata vive en un mundo atestado de imágenes. Son tantas, que ya no necesitan basarse en nosotros y lo que nos rodea para reproducirse, se volvieron independientes, autopoiéticas. Entre estas nuevas formas de vida aparecen imágenes para lo que aún ni habíamos pensado que existía, y la imaginación se atrofia. Un gran porcentaje de personas ya nace sin muelas de juicio, porque al parecer nos esforzamos generacionalmente en ingerir comida más blandita. También dicen que estamos perdiendo un músculo del brazo llamado palmar largo que sirve para trepar árboles, y lo que más me apena personalmente, la cola. Ante la constante producción y reproducción de imágenes, la imaginación parece estar ingresando al mismo estado de obsolescencia. Las imágenes se adelantan, y completan los vacíos que podríamos ocupar desde el pensamiento creativo incluso antes de que tomemos conciencia de esa ausencia. Cualquier descripción delirante tiene su contraparte visual conformada en píxel, y ante lo indeterminado, lo indescriptible o lo complejo, muchas veces terminamos imponiendo nuestras interpretaciones icónicas. Siempre que expuse alguna pintura medianamente abstracta alguien me contaba que identificaba “un tigre”, “una cara preocupada”, “una planta antropomórfica bebiendo café con leche”. Además, las imágenes no sólo moldean nuestros mundos de fantasía: muchos discursos sociopolíticos siguen construyendo una idea de verdad sobre la imagen.
Renata camina por las calles de Buenos Aires y captura un recuerdo de un moño rosa que estaba ahí sobre la vereda y ella podía tocarlo si quería. El encuentro dura un instante pero ese moño se va a quedar procesando en su cabeza durante mucho tiempo. Es un estado de insistencia ante lo mínimo, lo material. Unos pocos segundos en la calle equivalen a meses en su taller, en los que recupera con delicadeza cada fragmentación de la luz posándose sobre los plásticos y las baldosas de forma que sólo puedan asociarse a ese preciso momento del día en un día exacto y no otro. Si lo pienso, creo que lo del tiempo realmente no es tan lógico. Lo de los segundos y los meses ayuda, sí, a que podamos citarnos y coincidir para ver pinturas juntos y vernos las caras viendo pinturas. Pero esta convención se esfuerza por cuantificar algo necesariamente cualitativo, por compartimentar en pequeñas unidades algo que es continuo y sensible. Para sentirnos productivxs, cada una de esas unidades tiene que estar completada con una o varias actividades, preferentemente que generen dinero o algún otro capital valioso para la sociedad. Si el pasado existió realmente, me atrevería a decir que “antes” del sistema horario universal coordinado, las personas medían el tiempo de acuerdo a las experiencias con las que lo ocupaban: “lo que dura rezar un ave maría”, “lo que tarda en cocinarse un huevo”. Hasta las medidas astronómicas que se usan para la agricultura tienen relación con algo: un mes lunar existe gracias a la observación directa de la luna. El momento antes de que alguien apague completamente sus velitas de cumpleaños, porque un primer soplido acabó con algunas llamas que justo conformaban el ojo de una carita feliz hecha de velas, aparece representado en una pintura y su temporalidad se desdobla. “Lo que dura una pintura de Renata” es, a la vez, mucho tiempo y un instante.
La cuantificación del tiempo genera esta idea, para mí falaz, de que “tenemos tiempo” o “no tenemos tiempo”. Yo creo que el tiempo no es algo que se tiene o no se tiene, o que se puede separar de todas las cosas que tenemos o experimentamos. A lo sumo, se puede deformar según nuestro poder de concentración. Y algunos otros factores. Los reptiles tienen sangre fría, o sea que cambian la temperatura de su cuerpo según el medio en el que se encuentran. De acuerdo a un video de youtube que citaba artículos científicos que no me esforcé en rastrear, al cambiar de temperatura los reptiles pueden cambiar la frecuencia con que perciben el movimiento, por eso las tortugas caminan lento y nadan rápido. Creo que al amigarnos con la idea de un tiempo más elástico, sujeto a un conjunto de factores vinculados a nuestro medio, podemos hacer que un instante dure meses, durante los que podríamos contemplar lo que nos rodea con más nitidez, y podríamos ver a través de las cosas, y las relaciones que las conectan.
RENATA MOLINARI
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