Ajenjo
Belén Boeris
mayo 2022
La historia oficial de occidente está construida sobre el misterio de la vida y de la muerte, pero sobre todo en torno a la aceptación del dolor como el modo apropiado de sacrificio y de expiación de los pecados. Hay algo en el imaginario de esa grandeza de lo doliente que trasciende lo humano, algo espectral del orden de lo divino. La monumentalidad de las obras y la performatividad tácita del pequeño cuerpo de la artista ante la enormidad de los paisajes visuales que ilustra en esta trinidad plástica, no pueden dejar de rememorarnos no solo a la inmensidad planificada del muralismo eclesiástico y a los frescos de Iglesias sino también, a la distancia abismal que separa el plano de lo real y el mundo de lo sublime.
La exhibición que presenta Belén Boeris en su primera muestra individual se ubica en esa narrativa ficcional. Un estadío intermedio entre los ojos abiertos y el sueño profundo, un pasaje de alto voltaje en donde se cocinan en frío los destinos de la historia. En los dibujos-pinturas y pinturas-dibujos que la artista pone en sala hay representaciones espectrales de un universo híbrido: a veces de una monstruosidad alienante, otras de una humanidad simplista y mundana. En su cosmogonía conviven restos arqueológicos de civilizaciones cristianas, referencias asociadas a dibujos animados de principios de milenio, citas involuntarias al entramado biológico del aparato reproductivo celular y una configuración espontánea de nuevas deidades de lo marginal.
Belén Boeris utiliza el lienzo como si fuese una pared, como les niñes cuando rayan con crayón los interiores de su casa. En ese corrimiento de los límites entre la línea y la forma propia del dibujo aparece la rebelión planeada, como si de algún modo quisiera abarcar el mundo entero en una imagen más allá de la organicidad propia de las superficies coloreadas. No hay en sus obras espacio para el silencio sino silencios cargados de sonoridad. En esas zonas grises e intermedias, en donde muere la representación y reina el vacío, el gesto insistente en la forma del trazo del óleo pastel crea nuevas abstracciones individuales, sombríos planos de color donde naufraga –por suerte- la afonía.
Las imágenes del dibujo-pintura-tapiz proponen un patrón sobre lo binario y configuran representaciones monstruosas de organismos duplicados, algo así como un falso Test de Rorschach o como siameses unidos por un cordón umbilical invisible. Ese uso común de lo binario, del valor sagrado de ‘lo par’, está atado no solo a la configuración biológica de la duplicidad de órganos humanos como ojos, pies y manos sino también a mandatos adquiridos por la insistencia de la tradición religiosa. De algún modo, ‘lo duplicado’ es el origen de la familia tradicional y el concepto de lo binario es un mantra repetido con insistencia desde los albores del antiguo testamento, o sea desde Adán y Eva. Sin embargo, ese tránsito está siempre al borde del abismo como una serpiente que, en un paso rutilante, nos hinca sus dientes. Es que, en estas obras, ese cielo que no es un cielo es también un infierno que no es un infierno. Porque quizás, en un plano más quirúrgico, este tridente de obras que a la vez funciona como Dios único y santísima trinidad, solo sea un laboratorio de experimentación que formula nuevos relatos sobre la semiosis de las imágenes reconocibles y un modo aleatorio de crear otras figuras angelicales en donde no exista la premisa, siempre fungible, de un bien y de un mal.
A quienes fuimos a colegios católicos en nuestra educación inicial, los catequistas se divertían en asustarnos con fábulas fantasiosas sobre el límite entre la vida y la muerte como si una moneda se tirase al aire y sólo el Dios omnipresente del relato canónigo pudiese frenarla a tiempo. El limbo era un lugar que definía castigos o bienaventuranzas, fuegos lacerantes o manantiales idílicos, dolor o gloria, pudrimiento o vida eterna. El limbo, ese puente plagado de alimañas sagradas dispuestas a arrancarnos los ojos, era el tránsito obligado hacia el purgatorio de los pecados carnales. Visto en perspectiva de tiempo, un fantástico relato de literatura oral surrealista.
JOAQUÍN BARRERA